miércoles, 20 de enero de 2010

Ciudades y Tesoros Perdidos. 1ª parte


Ciudades y Tesoros Perdidos

 

Por: Fernando Jorge Soto Roland

 


La ciudad ha sido considerada, desde los tiempos clásicos, foco de civilización, humanidad e ímpetu antropocéntrico. Ideal mismo de elevación intelectual y moral, la ciudad occidental fue la protagonista de un proceso secular —iniciado aproximadamente en el siglo XIII d.C.— que dio por resultado —durante los siglos XV y XVI— una nueva mentalidad que generalizamos con el nombre de burguesa[1].
Esta mentalidad, más fáctica, materialista y profana que la medieval, toma cuerpo y preponderancia en una Europa que se abría al mundo después de centurias de encierro y repliegue en sí misma. Así todo, los descubrimientos geográficos inaugurados por Cristóbal Colón en 1492, revivieron antiguas fantasías, profecías, leyendas y mitos, mostrando que las viejas estructuras clásicas y medievales aún permanecían ocultas, pero vigentes, detrás de los novedosos comportamientos  modernos. Y esto es comprensible; ya que, como escribió Johan Huizinga[2], los cambios en historia nunca son verticales (abruptos), sino que se dan transversalmente, permitiendo que lo viejo conviva con lo nuevo; especialmente en el campo del imaginario colectivo.



La inmensidad del continente americano, sus espacios incultos (según la óptica eurocéntrica), sus selvas, montañas e inimaginables sociedades aborígenes, conformaron el escenario de maravillas en donde todos los sueños mediterráneos eran posibles. Antiguos mitos y leyendas resurgieron; ésos que el historiador Juan Gil[3] llama “mitos áureos de la frontera”. Y fueron en esas fronteras (entre lo urbano y lo rural; entre la civilización y la barbarie) desde donde se proyectaron a zonas desconocidas todo aquello que Europa no había logrado dar.
Un sentimiento milenarista los embarcó a todos, y el delirio aumentó ante lo ignoto, imposibilitando el dejar de soñar. La riqueza fácil, el honor, el prestigio, como también el hecho concreto de poder encontrar las míticas localidades, aludidas en la bibliografía teológica y profana de la Edad Media, se exacerbó en suelo americano. Posteriormente, y pasados unos siglos, cuando nuevas porciones de tierra se abrieron a los intereses de Occidente, esos mismos mitos, aunque acondicionados a los nuevos tiempos, volvieron a aparecer. Y tanto el oro, como las ciudades perdidas fueron (y siguen siendo) una constante interesante de analizar.



Desde el mítico El Dorado (nombrado y perseguido por los conquistadores españoles del siglo XVI) a la legendaria ciudad perdida de Zinj, que la tradición ubica en las selvas tropicales de África Central (y que el novelista Michael Crichton rescatara del olvido para colocarla como centro de su novela Congo[4]), las ciudades perdidas han venido enriqueciendo la literatura y la exploración.
Su atractivo se mantiene vigente y, temporada tras temporada, los románticos que quedan en el mundo alistan sus mochilas y siguen partiendo en su búsqueda. Las hay de todos los metales y tipos. Están las habitadas y las deshabitadas; las ubicadas en lo alto de las montañas, en las impenetrables marañas selváticas o, incluso, las construidas bajo tierra. Pueden ser de oro, plata o marfil.
Puede que estén encantadas, o simplemente protegidas por mil peligros, para impedir el acceso de extraños. Pero el encanto que todas las ciudades perdidas encierran es que, precisamente, están perdidas.
No nos vamos a detener aquí a analizar las infinitas expediciones españolas de la época de la conquista, que salieron tras las huellas de El Dorado; para ello remitimos al lector a La Noticia Rica del Paititi” (www.la-lectura.com) en el que intentamos una aproximación al mito más duradero y fascinante de los Andes peruanos. En este artículo, que por supuesto se complementa con el texto mencionado, trataremos de mostrar aquellas ideas fuerza que se siguen asociando con la temática de las ciudades perdidas, refiriéndonos específicamente a las búsquedas practicadas durante los siglos XIX y XX, en territorio americano.



Como hemos sostenido en otra oportunidad, las exploraciones estuvieron siempre incentivadas por el misterio de ciertas regiones y sociedades. Lo legendario y lo prohibido, lo mítico o lo perdido, aparecen con frecuencia como los más profundos movilizadores de hombres, y estructuran un componente indispensable del ser romántico. De todas las cosas que pueden haberse extraviado a lo largo de la historia no existe nada más atractivo que una ciudad.
Del enorme catálogo de ciudades perdidas que existen, sólo un pequeño porcentaje de ellas ha sido efectivamente encontrado. Sucede que, en su gran mayoría, aquellas que se han buscado por décadas, jamás tuvieron una realidad concreta. Como en el caso de los monstruos de las leyendas, estas elusivas urbes se niegan a revelar fácilmente sus secretos; razón por la cual son difíciles de olvidar y fáciles de convertirse en obsesión. Paradójicamente, los lugares que nunca existieron han sido los depositarios de una inversión de capital y de sacrificio humano enorme.
Pero el mito rara vez desaparece y los descubrimientos que se realizan no hacen otra cosa que transformarlos y aumentarlos. “Si tal ciudad que se creía perdida para siempre ha sido hallada, ¿por qué no puede suceder lo mismo con tal otra?”. Este sencillo argumento ha sido encontrado en boca de grandes exploradores que, con mayor o menor fortuna, se lanzaron en la búsqueda.
En 1839, un joven abogado norteamericano, llamado John L. Stephens, ingresó en Honduras con los manuscritos de un cierto coronel Garlindo en la mano. El militar hacía mención  de extraños monumentos perdidos en la selva de Yucatán y América Central; y refería que, en un documento del año 1700, se hablaba de antiguas edificaciones a orillas del río Copán, en Honduras. Stephens se entusiasmó con la idea y, junto al magnífico dibujante Frederic Catherwood, decidió partir para descubrir el misterio.
Tras innumerables contratiempos (entre los que encontraron la cárcel misma), el abogado contrató algunos guías nativos y se internó en la selva tropical. Luego de largos días de caminatas, martirizados por los insectos, la humedad y las lianas, los exploradores alcanzaron una pequeña aldea india a orillas del tan buscado río. Nadie conocía nada sobre las ruinas que referían los documentos que habían leído los gringos.
Desalentados, decidieron hacer una visita final por los alrededores y, como en las novelas, a último momento, después de despejar una cortina de ramas, Catherwood  se topó con una estela de tres metros de alto, cuadrangular y completamente esculpida en sus cuatro caras. Era una muestra de arte completamente desconocida en las Américas. Entusiasmados con el hallazgo siguieron explorando y sacaron a la luz otras trece estelas; más tarde escaleras, pirámides y palacios. Una nueva civilización acababa de salir del olvido: la Maya.
Stephens y Catherwood registraron y dibujaron todo lo que pudieron, y cuando la oportunidad se presentó (bajo la figura de un indio llamado José María, que poseía un arrugado título de propiedad sobre los terrenos), compraron las tierras, con ruinas incluidas, al “exorbitante” precio de cincuenta dólares. Ya de regreso a los Estados Unidos, Stephens escribió y publicó el relato de su viaje, enriquecido con los dibujos de su compañero, logrando un éxito enorme.
Otro afortunado explorador de fines del siglo pasado fue el arqueólogo americano Edward Herbert Thompson, quien, en las soledades de la retorcida selva al norte de Yucatán, descubrió, junto con su guía indio, las monumentales ruinas de la ciudad más famosa del nuevo imperio maya: Chichén Itzá. Al igual que Stephens, Thompson había sido conducido por una crónica; la del primer obispo de Yucatán, Diego de Landa, quien en 1566 escribiera  su Relación de las cosas de Yucatán.



Bastante más al sur, en territorio peruano, el historiador norteamericano Hiram Bingham, experimentaba, en 1911, la inmensa sorpresa de encontrar, tapada por el follaje, la majestuosa ciudadela de Machu Picchu, centro ceremonial inca que permanecía “perdido” desde hacía más de cuatrocientos años. También Bingham, respetando la tradición de todo explorador, había sido conducido por los manuscritos de un cronista español del siglo XVII, Fernando de Montesinos.
En éstos, y en muchos otros casos, ciertas variables se repiten. Variables que la literatura de ficción hizo propias y que consiguen todavía captar el interés de miles de lectores contemporáneos. Cuando uno se mete en la piel de cualquier explorador reconocido, y accede a sus propios relatos de viaje, se detectan una serie de pasos que parecieran ser obligatorios.
En primer lugar, la fuente documental encontrada al azar en alguna polvorienta biblioteca y a la que nunca nadie antes le prestara atención. La interpretación original del futuro descubridor es ahí la protagonista principal, y luchando contra viento y marea trata de imponer su alocada hipótesis (a un ambiente académico que se presenta escéptico) de que la ruta señalada por el olvidado documento puede llevar a los muros de una ciudad, aún más perdida que el manuscrito que la nombra. Es el momento de la soledad; de la exploración intelectual sobre mapas inseguros; de la incomprensión de los colegas; de la burla. Ya vendrá la época de la revancha; pero, antes de ello, tendrá que soportar largas horas de conflicto entre la razón, la duda y la fe.
En segundo término ubicamos a la expedición propiamente dicha, con sus sacrificios, sinsabores y peligros. El explorador queda en un segundo plano y el paisaje, los insectos y el clima pasan a ocupar la escena. Tomemos como ejemplo las descripciones hechas por el escritor francés André Malraux, en su novela La Vía Real, en la que puntillosamente hace referencia e este paso del que hablamos:
“Desde hacía cuatro días, la selva. Desde hacía cuatro días, campamentos cerca de los poblados nacidos de ella [...], del suelo blando, semejantes a monstruosos insectos; descomposición del espíritu en esa luz de acuario, de un espesor de agua. Habían encontrado ya pequeños monumentos derruidos, con las piedras apretadas por las raíces que las fijaban al suelo como patas que ya no parecían haber sido erigidos por los hombres, sino por seres desaparecidos, habituados a esa vida sin horizontes, a esas tinieblas marinas. Descompuesta por los siglos, la Vía solo mostraba su presencia por esas masas minerales podridas, con los dos ojos de algún sapo inmóvil en un ángulo de las piedras. ¿Eran promesas o rechazos aquellos monumentos abandonados por la selva como esqueletos? ¿La caravana alcanzaría por fin el templo esculpido hacia el que los guiaba el adolescente que fumaba sin cesar[...]? Deberían de haber llegado hacía ya tres horas... Sin embargo, la selva y el calor eran más fuertes que la inquietud [...]. Las sombras se hinchaban, se alargaban, se pudrían fuera del mundo en que el hombre cuenta, que le separaba de sí mismo con la fuerza de la oscuridad. Y por todas partes, los insectos” [5].



El investigador, pues, se agazapa; toma impulso, para poder hacer su entrada triunfal a último momento. Se llega así al instante crucial del relato: el del descubrimiento mismo, en el que pasado y presente se funden  en frases de admiración y sorpresa. La ciudad ha sido encontrada. La leyenda se ha vuelto realidad. El ciclo tradicional ha sido cubierto y la iniciación concluida.


[1] Romero, José Luis, Estudio de la mentalidad Burguesa, Ed. Alianza..
[2] Huizinga, Johan, Hombres e Ideas, Compañía general Fabril Editora, 1979.
[3] Gil, Juan, Mitos y Utopías del Descubrimiento, Editorial Alianza, 1992.
[4] Crichton, Michael, Congo, Emecé Editores, Buenos Aires, 1982.
[5] Malraux, André, La Vía Real, Editorial Argos Vergara, Barcelona, Buenos Aires, 1975, pág. 35.

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