domingo, 27 de abril de 2008

Feria del Libro Buenos Aires

La firma y la memoria

En el libro Mi vida con la música, el arquitecto Alberto G. Belluci cuenta la historia de su colección de autógrafos de músicos, que empezó en 1951. Para conseguirlos, se valió de todo tipo de recursos, entre otros, su habilidad de retratista , que seducía a directores, virtuosos, divos y divas de la ópera con imágenes que revelan una admiración fervorosa e inteligente

Por Hugo Beccacece
De la Redacción de LA NACION

Un libro de arte rinde homenaje al arte. Todo empezó en junio de 1951, en el lobby del Plaza Hotel (el actual Marriott Plaza). Un chico de once años, estudiante de piano, acompañado por su padre, fue recibido por un primo de Beniamino Gigli, uno de los grandes tenores de la época, que le devolvió una libretita de hojas rayadas y tapa de hule con el autógrafo del cantante. Fue la primera firma de la notable colección reunida por el arquitecto Alberto Bellucci, actual director del Museo Nacional de Arte Decorativo, que aparece ahora reproducida en el libro Mi vida con la música , editado por el propio autor. En aquella oportunidad, el pequeño Bellucci no consiguió ver a Gigli pero, en cambio, se encontró en las puertas del mismo hotel con el célebre pianista alemán Wilhelm Backhaus, al que, envalentonado por su primer éxito, le pidió un autógrafo. El conserje del Plaza, divertido por la actitud del chico, le dijo que allí se hospedaba también otro gran pianista, Arthur Rubinstein, y que si Alberto escribía unas líneas al virtuoso para pedirle una firma, se las haría llegar. La cosecha del primer día fue extraordinaria: tres de los intérpretes más destacados de la primera mitad del siglo XX estaban representados en esa libretita, donde las señoras de aquellos años, por lo general, asentaban sus cuentas de almacén. La pasión de Bellucci por la música continúa una tradición familiar. Su bisabuelo, Guglielmo Bellucci (1857-1928), director de orquesta y empresario de ópera, había llegado a Buenos Aires en 1878. Según le había dicho a sus amigos, se iba a hacer cargo de las temporadas líricas del viejo Teatro Colón. Esa versión no está confirmada; en cambio, está comprobado que se consagró a organizar temporadas circunstanciales en otros escenarios, así como a dirigir orquestas de ópera, tango y música ligera. El bisabuelo, por otra parte, se enorgullecía de haber conocido a Giacomo Puccini. El abuelo y el padre de Alberto Bellucci, hartos de escuchar los discos de ópera de aquel emigrante melómano, se inclinaron más bien por la música sinfónica, la instrumental y la popular. El mensaje escrito con letra infantil por el pequeño Alberto a Rubinstein fue el primero del millar que envió a distintas figuras de la música clásica durante cincuenta y siete años de coleccionista. En el libro, que acaba de presentarse, las firmas están agrupadas en sendos capítulos consagrados a los compositores, los instrumentistas y conjuntos de cámara, los directores y orquestas, y la ópera y el canto. Bellucci desarrolló una elaborada estrategia para armar su admirable colección y, además, se valió de sus dotes como dibujante para realzar, a veces, las firmas con retratos y viñetas. Otras, en cambio, se limitó a recibir y guardar las típicas fotografías de estudio de los artistas, firmadas, donde se los veía en poses cuidadas y artificiales, vestidos con trajes de noche o ropa de escena. En el caso de los cantantes de ópera, esas fotografías con vestuario se han convertido en un valioso documento que registra la manera en que se concebía a las distintas Violetas, Mimis, Turandots, Sentas, según los gustos de cada época. La mayoría de las firmas fueron obtenidas por Bellucci en la Argentina, sobre todo en el Colón, pero también en los conciertos y recitales de la Asociación Wagneriana, de Amigos de la Música y del Mozarteum en distintos teatros. Como el niño Bellucci se sentaba dos veces por semana ante el piano de su casa para recibir una clase de la profesora Madame Rose Louis, los grandes pianistas, a quienes deseaba emular, eran sus músicos preferidos. Pero, a diferencia de su padre y de su abuelo, también le gustaba, y mucho, la ópera. Dos tías maternas tenían butacas en la octava fila de platea del Colón para el abono vespertino. Allí comenzó la educación lírica de quien sería en los años sesenta un reconocido crítico musical. El libro rinde tributo al hechizo de aquellos primeros años de formación. Bellucci recuerda: "Durante los intervalos de las óperas solía acodarme fascinado sobre el foso de la orquesta y así me hice amigo de Carlos Pessina, violinista y persona ejemplar que desde 1926 ocupaba el primer atril de la orquesta del Teatro". Por cierto, esa amistad tenía un costado más venal, aunque noble: Pessina le conseguía firmas de directores, cantantes y régisseurs . Llegó un momento en que la libretita de hule no fue suficiente para la cosecha de nombres ilustres. Por otra parte, mostraba la huella del tiempo, había pasado de mano insigne en mano insigne y ese tránsito dorado la había desgastado. En 1953, la madre de Bellucci le regaló un álbum grande, de tapas duras, donde podría trasladar el contenido de aquel cuadernillo. Por entonces, el coleccionista ingresó en una etapa turbulenta: la adolescencia. Ávido de novedades y de cambios, desarmó la libreta, tiró las tapas, enmarcó las firmas en una orla que él mismo califica hoy de "horrible" y convirtió aquel registro de sus pasiones musicales en una serie de pequeños rectángulos independientes de papel rayado. Aquel ataque iconoclasta fue superado de un modo beneficioso para la colección de autógrafos. Bellucci no solo había comenzado a interesarse por la pintura y las biografías de pintores, además dibujaba. Su inclinación hacia las artes plásticas terminaría por convertirlo en un arquitecto con una facilidad natural para hacer retratos, caricaturas y ofrecer una versión de lo que tiene ante sus ojos y le llama la atención casi en cualquier papel. Eso le permitió, por ejemplo, reproducir las escenografías de muchas de las óperas que le interesaron. Para conseguir autógrafos de compositores contemporáneos, Bellucci empezó a enviarles alguna viñeta o dibujo alusivo a las obras que habían creado, con espacio en blanco suficiente para que firmaran. Entre los que le respondieron están Paul Hindemith, Carlos Chávez, Darius Milhaud y Karlheinz Stockhausen. Después reemplazó las viñetas por un chorreado en el costado de una tira de papel. De ese modo, podía trabajar con más rápidez. En los años sesenta y setenta, Bellucci llegó a enviar más de cuarenta de esas franjas y recibió contestación del polaco Witold Lutoslawski, el italiano Luciano Berio, los franceses Pierre Ovules, André Jolivet, Henri Sauguet y el británico William Walton. Algunos de los compositores escribieron partes de sus composiciones junto a las firmas. Hasta llegaron a improvisar unos compases especialmente para el coleccionista. En los años sesenta, la existencia en Buenos Aires del Centro Latinoamericano de Altos Estudios Musicales del Instituto Di Tella facilitó la tarea de Bellucci. Varios de los grandes músicos del siglo XX pasaron por la Argentina para dar clases allí y entonces había tiempo de sobra para conseguir autógrafos. Riccardo Malipiero, Aaron Copland, Olivier Messiaen, Luigi Dallapiccola, Iannis Xenakis, Luigi Nono y Cristóbal Halffter fueron entrevistados por Bellucci y, dos de ellos, Malipiero y Nono, discípulos de Schönberg, se convirtieron en amigos del joven aficionado. Quizá la amistad más estrecha se estableció con Malipiero, que pasó siete meses en Buenos Aires. En ese lapso, fue varias veces a comer al hogar de los padres de Bellucci, todavía estudiante y soltero. Después, cuando el joven arquitecto recién recibido hizo un viaje de graduado a Europa, el matrimonio Malipiero lo invitó a pasar una temporada en la casa de veraneo de la pareja en la Toscana. En cuanto a los intérpretes que no pasaban por Buenos Aires, las estrategias que Bellucci debió desplegar para obtener sus tesoros requerían una información muy precisa de la actividad musical de cada uno de ellos. A principios de año, conseguía el folleto de la Asociación Europea de Festivales, donde figuraban las fechas en que actuarían los artistas invitados a cada festival. Bellucci le enviaba a cada uno de ellos un mensaje que debía llegar a destino no mucho antes que el director, el instrumentista o el cantante. Si la carta llegaba mucho antes, corría el riesgo de traspapelarse. Y había que evitar por todos los medios que el sobre llegara después de la actuación. Con respecto a ese período dice Bellucci: "Entre los años 1964 y 1973 llegué a enviar más de cien cartas anuales. Pasaba noches enteras escribiendo, ensobrando y estampillando los envíos postales correspondientes a los seis meses siguientes, que luego ordenaba por fechas de envío escalonadas. Descarté el envío aéreo por razones de presupuesto y me entregué a la vía marítima..." Uno de los trofeos de la colección es el mensaje del pianista canadiense Glenn Gould. El músico no solo le contestó, además le escribió: "Tengo el placer de autografiar el excelente retrato que usted ha hecho de mí. Quiero expresarle mi admiración por este tan efectivo trabajo y mucho apreciaría poseer una copia, si usted tiene tiempo para ello". La colección de los virtuosos del piano tiene un significado especial para Bellucci por su pasado de pianista. Para agilizar los envíos, reemplazó los retratos por "pianitos", como él los describe. En uno de ellos, puede verse la caligrafía de Bruno Gelber. El matrimonio de John y Tila Montes, célebre en Buenos Aires (tocaban casi siempre a cuatro manos, lo que los convertía en una rareza), aparece en un dibujo en que cada uno de ellos está sentado en un extremo de un "piano-salchicha" con doble teclado. Obtener la firma del director sir Thomas Beecham, que dirigió cinco óperas en el Colón cuando estaba a punto de cumplir ochenta años, fue trabajoso. Bellucci sabía que sir Thomas era un hombre difícil, entonces, para conquistarlo, en una superficie considerablemente grande dibujó en tinta y palillos (sí, escarbadientes) nueve retratos del músico, copiados de distintas revistas, en distintas poses y edades. Beecham pasó en esa estadía porteña por una experiencia trágica: su mujer, que lo acompañaba, falleció aquí entre dos representaciones de La flauta mágica . Al día siguiente de la muerte, sir Thomas tomó la batuta en el foso de la orquesta. Nada debía alterar su compromiso con la música. Solo un detalle delataba lo que él disimulaba en homenaje al arte y a su esposa: se había cambiado el moñito blanco del frac por uno negro. En uno de los ensayos para un concierto de Amigos de la Música, Bellucci, intimidado, le alcanzó la hoja con los nueve retratos al director. Contra lo que el admirador esperaba, Beecham no solo le agradeció, además le dijo: "¡Maravilloso! ¿Cómo lo hizo?" Bellucci tuvo alguna dificultad para explicarle que se había valido de escarbadientes: no recordaba cómo se decía esa palabra en inglés. La serie de los directores incluye, entre otros, a sir John Barbirolli, Herbert von Karajan, Lorin Maazel, Otto Klemperer, Juan José Castro, sir Georg Solti y Charles Münch. Quien recorra las páginas de este hermoso libro hojeará el pasado musical del último medio siglo, sobre todo en Buenos Aires y, de un modo más preciso, en el Teatro Colón. A pocos días de la celebración del centenario de esa sala, hoy cerrada, la obra de Bellucci es uno de los homenajes más desinteresados, más auténticos que se pueda rendir a la memoria de quienes actuaron en ella y enriquecieron el acervo cultural no solo de la ciudad, sino del país. La colección que ha dado origen a este volumen es el fruto de la capacidad de admirar. Esas firmas, esos dibujos y fotografías de grandes artistas, reunidos por un hombre desde la niñez hasta la edad madura, testimonian la pasión de un aficionado por la belleza.

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